Han pasado 63 días desde la última vez que abracé a mis hijos. No por elección, sino porque el gobierno cerró las vías entre provincias y Quito quedó tan lejos como si estuviera en otro país. Juan tiene 11 años y Juli 4, viven con su mamá, y de repente mi único contacto con ellos son videollamadas de WhatsApp que se cortan cada cinco minutos.
Nunca pensé que iba a escribir un artículo emotivo sobre tecnología, pero aquí estamos. La pandemia ha convertido mi teléfono en el cordón umbilical más importante de mi vida.
Cuando 500 kilómetros se vuelven infinitos
Antes del COVID-19, esos 500 kilómetros entre Cuenca y Quito eran solo 8 horas de bus que hacía religiosamente cada mes. Era rutina: comprar el pasaje, empacar una mochila, y listo. Veía a mis hijos, pasábamos el fin de semana juntos, regresaba a Cuenca con el corazón lleno y el teléfono cargado de fotos nuevas.
El 12 de marzo todo cambió. "Cierre total de vías interprovinciales", anunció el presidente. En ese momento no entendí la magnitud. Pensé que serían dos semanas, tal vez un mes. Nunca imaginé que iba a pasar casi tres meses sin ver físicamente a mis hijos.
De repente, Cuenca se sintió como una isla y yo como un náufrago voluntario.
WhatsApp Video: mi nueva sala de estar
La primera videollamada fue rara para todos. Juan, con esa curiosidad de niño de 11 años, me bombardeaba con preguntas: "Papi, ¿qué es el coronavirus? ¿Por qué no puedes venir? ¿Es verdad que la gente se muere?". Juli, con sus 4 años, simplemente me mostraba sus juguetes pegándolos a la cámara hasta que todo se veía borroso.
"Papi, ¿por qué no vienes?", me preguntó Juli en la segunda llamada. Tratar de explicarle a un niño de 4 años conceptos como "pandemia mundial" y "cuarentena obligatoria" es imposible. Para él, yo simplemente decidí no visitarlos, y eso duele más que cualquier bug de producción.
Juan, más grande, entendía mejor pero sus preguntas eran más difíciles: "¿Cuándo se va a acabar esto? ¿Y si nunca más podemos viajar?". No tenía respuestas que no sonaran como mentiras piadosas.
Rutinas digitales y stickers de gatos
Pero fuimos adaptándonos. Las videollamadas se volvieron rutina diaria. 7 PM, sin falta. Juan me contaba sobre sus clases virtuales (aún no entendía bien por qué no podía ir al colegio), Juli me enseñaba los dibujos que había hecho en el día. Yo les contaba sobre mi trabajo, tratando de hacer interesante el concepto de "programación" para mentes que prefieren carritos y bloques.
Juan descubrió los stickers de WhatsApp y empezó a mandarme gatos en todas las poses imaginables. Gatos tristes, gatos felices, gatos con corazones. Era su forma de comunicarse cuando las palabras no alcanzaban. Mi teléfono se llenó de stickers de gatos que guardaba como si fueran tesoros.
Juli, con 4 años, aún no entendía bien la tecnología. A veces le hablaba a la pantalla como si yo estuviera atrapado ahí dentro. "Papi, ¿por qué estás en el teléfono?". Sus preguntas inocentes me partían el corazón.
Los límites dolorosos de la tecnología
Por más avanzada que sea la tecnología, hay cosas que simplemente no puede reemplazar. No puedo abrazar a Juli cuando tiene pesadillas. No puedo ayudar a Juan con las tareas del colegio virtual. No puedo ser el papá presente que quiero ser.
Las videollamadas tienen lag. Se cortan cuando el internet de Quito falla. A veces el audio no sincroniza con el video y parece película china mal doblada. Juli se frustra cuando no puede mostrarme algo correctamente, Juan se impacienta cuando la conexión se pone lenta.
Y están esos momentos incómodos donde no sabemos qué decir. Juli, con 4 años, se distrae fácilmente y se va a jugar, dejándome hablando solo a una pantalla vacía. Juan se aburre después de 15 minutos y prefiere irse a jugar videojuegos.
Pequeños milagros digitales
Pero también han pasado cosas hermosas que solo la tecnología permite. Juli me llevó de "tour virtual" por su casa, mostrándome cada rincón con la emoción de un niño de 4 años que cree que puede compartir todo a través de una pantalla. Juan me enseñó sus dibujos sobre "el virus malo" que no deja que papá venga.
Una noche, Juli se quedó dormido durante la videollamada. Me quedé ahí, viendo su carita en la pantalla, escuchando su respiración a través del micrófono del teléfono. Por una hora, fue como estar velando su sueño desde la distancia.
Juan empezó a mandarme stickers de gatos todos los días. Cada mañana recibía un "Buenos días papi" acompañado de un gato con café. Cada noche, un "Buenas noches" con un gato durmiendo. Era su forma de mantenerme presente en su rutina diaria.
Preguntas sin respuesta de mentes pequeñas
Los niños hacen las preguntas más difíciles sobre la pandemia. "¿Por qué el coronavirus no quiere que las familias estén juntas?", me preguntó Juli un día. Juan, más analítico: "¿Y si el virus nunca se va?".
Tratar de explicar conceptos complejos a un niño de 4 y otro de 11 años a través de una pantalla es un ejercicio de paciencia infinita. Juli no entiende por qué no puedo salir del teléfono para abrazarlo. Juan entiende demasiado y me pregunta cosas para las que no tengo respuestas.
El costo emocional del padre digital
Ser papá a través de una pantalla es agotador emocionalmente. Cada videollamada termina con la misma sensación: felicidad por verlos, tristeza por no poder tocarlos. Es como estar permanentemente hambriento pero solo poder oler la comida.
He llorado después de videollamadas más veces de las que quiero admitir. Especialmente cuando Juli pregunta cuándo voy a salir del teléfono para jugar con él, y yo no tengo respuesta porque las noticias hablan de extender la cuarentena indefinidamente.
Pero también he aprendido a valorar cosas que antes daba por sentado. Cada sonrisa en la pantalla se siente como regalo. Cada "te amo, papi" a través del micrófono del teléfono vale más que cualquier abrazo rutinario de antes. Cada sticker de gato de Juan es una caricia digital que guardo en mi corazón.
La gratitud extraña hacia la tecnología
Como developer, siempre he tenido relación utilitaria con la tecnología. Es herramienta de trabajo, medio para resolver problemas, fuente de frustración cuando no funciona. Nunca había sido tan personal.
Ahora veo mi teléfono diferente. No es solo dispositivo para revisar emails o redes sociales. Es mi conexión vital con las personas más importantes de mi mundo. WhatsApp se volvió más importante que cualquier framework de JavaScript.
Y me da miedo pensar en cómo habríamos manejado esta situación hace 20 años, cuando las videollamadas eran ciencia ficción y hablar por teléfono a larga distancia costaba fortunas.
Lecciones de paternidad remota forzada
Esta experiencia me ha enseñado que la presencia no siempre requiere proximidad física. Puedo ser papá presente a través de una pantalla si me esfuerzo conscientemente. Requiere más intencionalidad, más creatividad, más paciencia con las limitaciones técnicas y la capacidad de atención de un niño de 4 años.
También me ha hecho valorar cada momento físico que tendré con ellos en el futuro. Cuando finalmente pueda viajar otra vez, no voy a dar por sentado ningún abrazo, ninguna comida compartida, ningún momento de aburrimiento juntos.
Los niños son más resilientes de lo que pensamos. Juan y Juli se han adaptado a esta nueva normalidad mejor que yo. Para Juli, papá en pantalla se volvió rutina normal. Para Juan, los stickers de gatos se volvieron nuestro lenguaje secreto.
Esta noche tengo videollamada programada a las 7 PM. Como todas las noches desde hace dos meses. Juan probablemente me mandará algún sticker nuevo de gato, Juli me mostrará algún juguete y me preguntará cuándo voy a salir del teléfono. Yo les preguntaré sobre su día, les diré que los amo, y nos despediremos con besos enviados a través de 500 kilómetros de fibra óptica.
No es la paternidad que planeé, pero es la paternidad que tengo ahora. Y gracias a la tecnología, aunque sea imperfecta, sigo siendo papá todos los días. Eso es más de lo que muchos padres separados por esta pandemia pueden decir.
Algún día, cuando todo esto termine, mis hijos recordarán este tiempo como "cuando papá vivía en el teléfono". Espero que también recuerden que, incluso desde la distancia, estuve ahí todas las noches a las 7 PM, recibiendo stickers de gatos y respondiendo preguntas imposibles sobre un virus que cambió al mundo.
Comentarios 1
Comparte tu opinión
Luis Tipan